miércoles, 29 de abril de 2009

ESTADO DEL VERSO



Por Mijail Lamas


Jorge Ortega
Estado del tiempo,
Hiperión, Madrid, 2005.
80 pp.
20x14 cm.
ISBN: 8475178332.

Al establecer alguna discusión sobre los aspectos técnicos o temáticos del libro Estado del Tiempo, del poeta Jorge Ortega, quisiera referirme también al sujeto de la enunciación lírica que se expresa en sus poemas, sujeto al que imagino, eso sí, muy cercano a los intereses de yo autoral.

El sujeto de la enunciación lírica es pues un meteorólogo aficionado a la poesía, que entre sus caras devociones, tal vez de infancia, están la lectura de las versiones rítmicas de los Bucólicos Griegos, las elegías de Tíbulo, las Odas y las Epodas de Horacio, las Églogas y Giorgicas de Virgilio, hechas, algunas de ellas, por Ipandro Acaico, también conocido como Joaquín Arcadio Pagaza; de ahí su aprendizaje clásico del verso endecasílabo y de otros versos familiares -el heptasílabo, el alejandrino y ocasionalmente el eneasílabo- que podemos encontrar a los largo del libro.

El libro recorre las cuatro estaciones y se divide en apartados que hacen referencia a los cuatro elementos: “Manta de cielo”, que se refiere al aire; “Agua de limbo”, al agua; “Mecánica de suelos”, a la tierra y “Recibo de luz” al fuego.
El epígrafe de Brodsky da la pauta para entender que el lenguaje de la ciencia se puede conciliar con el del arte, como en esos intentos, para mi fallidos, de Severo Sarduy, pero que como veremos más adelante, en Estado del tiempo este lenguaje es revestido de sorpresa, es ahí donde creo que radica el encanto de la plasticidad que tiene el libro.

Los poemas en los que no hay una regularidad métrica sirven para diversificar la melodía y evitar el efecto de metrónomo, aunque en ellos existe una preponderancia heptasilábica.

Si bien el discurso de la ciencia se aleja cada vez más de las personas comunes, creando un lenguaje a veces impenetrable, el científico que especula todos los días sobre el estado del tiempo, hecha las ecuaciones como dados, deseando pronosticar cada vez un día soleado; éste ha decidido desde su puesto de vigía, de voyerista maravillado “con aura de nostalgia colegial” del dinamismo del planeta, dar su versión rítmica del encanto que esto le produce: “Pasa la muchedumbre de los días / y extraigo un metro cúbico de vida, / consulto la diagnosis de aguacero, / diviso la aridez de la inminencia.”

El caos, afirma el doctor Jonh Gribin, sucede “cuando una minúscula diferencia en las condiciones iniciales aumenta de manera descomunal al calcular el futuro”, por eso el meteorólogo , cansado de perder la apuesta climática, decide recrear el estado del tiempo, en un entorno controlado, sin arrebatos ni precipitaciones, a lo mas un surtidor de luz que todo lo baña:“La luz pega en el césped y estampa un azulejo/ de amable incandescencia. El sol se posiciona:/naranja, bola; ojo/ borrosamente inmóvil/ sobre las abisales honduras del zodiaco.”

Como podemos observar, la sintaxis no es nada complicada, ya que a diferencia de lo que se creería, el meteorólogo gusta tanto de Garcilaso como de Góngora, de ahí la pulida elaboración de la lira, aunque la fascinación por el paisaje lo vincula más con el poeta cordobés, así como su carácter desapasionado: “Conduzco hacia el trabajo/ e inhalo en el ambiente una extrañeza, / la piel de otra ciudad, / el cambio de estación/ mudando la envoltura del bullicio.”

Este talante narrativo, que se puede encontrar en otros poemas a lo largo del libro, no sólo son influencia de cierta poesía bucólica, ya que al igual que el autor Jorge Ortega, el meteorólogo que canta en sus poemas, nació en Mexicali y gustó paralelamente de los Tigres del Norte y los Cadetes de Linares, como de la alta poesía castellana. Me gusta imaginar que el meteorólogo aprendió del corrido las estrategias para contar, aunque desdeñó, como podemos ver, el verso de carácter popular: “La fecha nos congrega en la explanada/ para conmemorar la Independencia./ Ascienden los silbidos como fuegos/ de artificio/ y estallan en lo alto.”

Nos queda claro que el meteorólogo odia pronosticar los días nublados, así que vibra cuando “el aire se adelgaza” y se respira un “gramo de genuina claridad”; en estos versos la voz relumbra hasta cuando el conticinio se cierne sobre aquellos que lo habitan: “Calla la voz, y los susurros/ se inclinan hacia adentro/ como las confidencias/ de una oración nocturna.”

Al recorrer las páginas de Estado del tiempo, se intuye que el poeta no pretende una arrobadora intensidad expresiva, su medio tono sostenido, nos permite seguir sin muchos sobresaltos la plasticidad de las imágenes, la cotidianeidad de los paisajes, el devenir de las estaciones, salpicadas de ironía y cierta ingenuidad primitiva, de quien se sigue sorprendiendo con el paisaje.

Al terminar el libro sabremos que un barómetro y otros medios técnicos para medir el tiempo atmosférico, no son los únicos mecanismos para hacerlo, el estado del tiempo también se mide por parvadas, “el pájaro es un síntoma del tiempo” que va marcando la marcha de las estaciones.